lunes, 10 de septiembre de 2012

Les dejo un cuento...




Don Palmiro



 Hay  cosas que no importa lo que nos pase  ni las vivencias que tengamos, siempre van a estar en nuestra memoria. Aunque queramos borrarlas, siempre nos van a seguir.
Hubo un personaje de mi infancia que podría decirse que es uno de estos recuerdos imborrables. 
Don Palmiro vivía a una cuadra de nuestra casa, y todos los dias lo veíamos pasar acompañado de su perro Rabo.
Lo recuerdo como un viejo taciturno de cabeza muy blanca y muy amigo de todos los vecinos, siempre tenía una palabra amable para todos, pero no muchas. Algunas veces se paraba a hablar con alguien y a veces sólo saludaba amablemente y seguía su camino.
Nosotros llegamos al barrio muchos años después que Don Palmiro, pero él nos trató desde el primer día como si nos conociera desde siempre, nos saludaba a mi hermano y a mí, y a veces nos daba caramelos si venía del almacén.
El viejo nos caía bien, pero Rabo no; éste era un animal huraño y no le gustaba que lo acariciaran ni le hicieran fiestas. No se enojaba, pero uno veía que no estaba cómodo, se quedaba quietito y miraba para el costado como esperando que la cosa terminara lo mas pronto posible.
Era un perro “marca perro” como se dice de esos animales que no tienen una raza definida, aunque la gente que”sabía “ decía que tenía algo de barbilla, que era una manera de decir que algún antepasado tuvo algunos pelos más largos en la cara.
No era grande y tenía el pelo de un color negro intenso. Tampoco era chico, así que podría decirse que era mediano.
A nuestro padre le gustaba también Don Palmiro; el perro le era indiferente, como casi todos los animales. Cuando por una mejora económica nos cambiamos de un apartamento a una casa en el barrio de don Palmiro, mi hermano y yo creímos que por fin nos dejarían tener un perro, un deseo que nos fue siempre negado por la falta de espacio en el apartamento. Pero no fue asi; a mi padre no le gustaban mucho los animales o mejor dicho se oponía a que tuviéramos uno. No lo entendimos nunca, no era que no le gustaran, sólo no les tenía simpatía y no quería siquiera  pensarlo.
El Viejo adoraba a su perro; no recuerdo casi ninguna vez que lo hubiera visto sin él. De mañana bien temprano lo sacaba a hacer sus necesidades; mas tarde salía a caminar o a hacer los mandados y por la tarde casi la misma rutina, siempre con el perro.
Rabo llevaba un viejo collar e iba unido a su dueño por una correa de cuero, vieja también. Parecía que esto no le molestaba, él iba muy campante al lado de su dueño o un poquito mas adelante.
Por supuesto que Don Palmiro vivía solo, solamente los solitarios son tan unidos con sus animales. Supimos por los vecinos que su esposa y su hijo habían muerto atropellados por un carro de leche muchos años antes, y que vivió casi encerrado por mucho tiempo después de esto; hasta que adoptó al perro un día que apareció en su puerta.
 Vivía en una vieja casita, con un jardín chiquito en el frente y con un supuesto fondo, que nosotros nunca vimos y que yo hubiera sabido a mis nueve años, nadie conocía. Suponíamos que esos eran los dominios de Rabo, aunque una vez oí a mi madre que decía que el viejo debía dormir con el perro, y eso hacía que nosotros lo imagináramos casi como un familiar  en esa casa misteriosa, que casi nunca tenía las ventanas abiertas, y que lo que alguna vez entrevimos por la puerta nos reveló oscuridad y pobreza.
Nadie pensaba mucho en esa pareja, pero nosotros, con esa curiosidad y esa imaginación de niños, veíamos en todo casi un misterio.
Nos preocupaba el hecho que Rabo cada día caminara un poco mas despacio; cuando lo conocimos casi siempre iba adelante del viejo moviendo apenas la cola, y su pelaje negro y corto brillaba. Ya no era joven pero tampoco era viejo.
El paso de los años, sin embargo, de a poco iba haciendo mella en él; despacio al principio y luego cada vez era más visible.
Por eso lo veíamos que cada vez se rezagaba más, y a veces parecía que el viejo iba tirando de él.
Claro que Don Palmiro también se hacía viejo, pero más lentamente. Eso no nos llamaba la atención, casi ni lo notábamos. Los grandes sí. Como ellos ven acercarse la vejez día a día, esos cambios no dejaban de notarlos.
Oíamos los comentarios de mis padres y de los vecinos que decían –¡ Qué envejecido que está Palmiro, ya no puede caminar derecho ¡
-          Y para peor tiene que andar tirando del perro que casi ni puede caminar.
Con estos comentarios nos dabamos cuenta del envejecimiento de Don Palmiro, pero del envejecimiento del perro nos dábamos cuenta solos.
Su pelaje escaseaba mucho y era de color gris sucio; casi ni podía caminar, parecía que se le había ensanchado el pecho y se bamboleaba para los costados, parecía que no podía mover las patas.
Un día vimos asombrados que el viejo salía a hacer mandados con Rabo en brazos. El perro no podía ya caminar y aparentemente se resistía a que  quedarse en casa.
Así que a partir de ese día vimos al perro siempre aúpa del viejo. Pero igual estaba cada día peor: los ojos parecía que se le salían de las órbitas, estaban cada vez más opacos y fijos.
Ahora los grandes se preocupaban; pero no por el perro:
      - ¡Pobre Viejo!- Decían.
-          El día que se muera ese perro se muere él.
-          Sí; y ya le queda poco al pobre Rabo.
A nosotros nos preocupaba el perro, había mucho de siniestro en esa mirada fija; casi como muerta; y en esa inmovilidad.
Nos daba un poco de repugnancia y miedo, pero lo mirábamos pasar con fascinación por la vereda rumbo al almacén.
Una mañana que nos encontrábamos jugando con mi hermano a los soldaditos en la vereda vimos algo insólito: Don Palmiro venía por la vereda, como todos los días, pero sin el perro. Casi no era él, parecía mucho más viejo sin su complemento de todos esos años, de verdad que al principio no nos dimos cuenta que era él.
Dudamos, pero cuando pasó a nuestro lado (sin saludarnos) estuvimos seguros. Por supuesto, no dijimos nada y él paso a nuestro lado como si no nos viera.
Lo vimos alejarse despacio y entrar en el almacén.
Al ratito salió con un pan abajo del brazo. Una vecina que, igual que nosotros, lo había visto pasar, le salió al paso, y sin miramientos ni saludos le largó: - ¿ y el perro, don?
El viejo la miró y con voz firme le dijo: - Hoy se quedó descansando.- Y siguió su camino caminando despacito.
Para nosotros fue todo un acontecimiento, y entramos corriendo a casa para dar la noticia del día.
A mi madre la sorprendió pero no le dio mucha importancia. – Y si, si el pobre bicho no daba mas, que necesidad de hacerlo salir. Aparte que el viejo ya ni podía con él.
Mi padre no hizo casi ningún comentario, sólo: - Estaba visto; a ese perro le quedaba poco y lástima por Palmiro que lo quiere tanto...
Por la tarde Palmiro no salió, ni al otro día tampoco. Pero a los dos días, estando nosotros jugando en la vereda lo vimos salir de su casa con el perro en brazos nuevamente. Caminando despacio rumbo al almacén. Mi hermano corrió adentro para contarle a mi madre, yo me quedé mirando fascinado aquella figura que caminaba como fantasma. Llegó hasta el almacén como siempre, pero para mi sorpresa, no entró. Se quedó unos segundos en la puerta y luego se volvió para  su casa.
Con la boca abierta por tantas cosa raras lo vi pasar de nuevo. A mis espaldas sentí la voz de mi madre:
-          ¡Ese perro está muerto! ¿No se habrá dado cuenta?
Y entró para casa.
Nosotros nos quedamos comentando con mi hermano. No podíamos creer que el perro estuviera muerto y menos que el viejo lo llevara en brazos como si no pasara nada. Pero tampoco pensábamos que mamá se hubiera equivocado, ella no se equivocaba. Pero... ¿ Quién querría andar con un cadáver abrazado?
Por la tarde, cuando vino nuestro padre, hubo una pelea para ver quién le contaba primero la noticia que el perro de Don Palmiro estaba muerto y el hombre no se había dado cuenta.
-          No se querrá dar cuenta.- Dijo papá - Me parece que el viejo está un poco trastornado. Igual no puede andar con un perro muerto por ahí.
Al otro día temprano ya estábamos haciendo guardia en la vereda a ver que pasaba. Nos daba un poco de asco pero nos moríamos igual por ver el cadáver del animal siendo llevado en brazos. Recién por el mediodía tuvimos noticias del viejo; lo vimos salir al jardincito y quedarse ahí parado, esperando...
Al ratito vimos que nos vio, y lo peor, que nos hacía señas para que fuéramos.
Nos miramos con miedo y dudamos. – yo no lo entierro- Dijo mi hermano abriendo los ojos como platos.
-          Yo tampoco- contesté – Sabiendo que era difícil que fuera eso lo que quería – Vamos, antes que venga él.- Le dije.
Y nos acercamos indecisos. Cuando llegamos nos dijo: - ¿No me harían un favorcito? – Y nos alargó la mano para agarrarnos. Miré a mi hermano, que parecía que le iban a explotar los ojos del susto, y pregunté: - ¿Qué?-
-          ¿Podrían irme al almacén y traerme pan y leche?-
Le miramos de nuevo la mano que pensamos que quería agarrarnos y vimos que apretaba unos billetes. Respiré con alivio y sentí como mi hermano soltaba también el aire.
-          Rabo está un poco enfermo y tengo que cuidarlo - Agregó mirando por arriba de nosotros, al vacío. Lo miré  esperando ver si estaba haciéndonos una broma, pero solo vi una mirada vacía de loco que me asustó mas que el hecho de pensar que teníamos que enterrar al perro.
Corrimos a hacer el mandado y le llevamos sus cosas; el viejo nos esperaba todavía en el portón del jardín. Por suerte, sinó no nos hubiéramos animado a entrar para golpear la puerta.
Nos dio las gracias y dijo que olvidó decirnos que compráramos unos caramelos, se dio vuelta y entró.
En el almacén no hicimos ningún comentario, pero contamos en casa. A mamá no le gustó, tampoco a papá.
-          No se arrimen mas al viejo. Siempre fue muy bueno, pero está mal de la cabeza, mejor no acercarse. ¿Oyeron?-
No necesitaban repetirnos, no queríamos saber nada con acercarnos. El resto del día lo pasamos haciendo conjeturas. Si el viejo no había sacado el perro quizás se había dado cuenta; pero no; nos dijo que estaba enfermo, asi que era un hecho que estaba loco.
Esa noche soñé que hacía un agujero en el patio de casa y enterraba a Rabo. Le echaba tierra encima y él me miraba con esos ojos opacos y saltones.
Cuando me desperté en la mañana, mi hermano ya estaba levantado; haciendo guardia en la vereda.
Al salir lo vi que miraba fijo para la casa de Palmiro. El viejo estaba saliendo. Y llevaba al perro en los brazos.
Nos quedamos mudos, mirando  como pasaba la macabra pareja. Rabo se parecía poco a un perro, estaba hinchado, parecía que iba a explotar, las patas estiradas y rígidas. El pelo ya se le había empezado a caer y donde no tenía, la piel se veía estirada y brillante, de un color marrón horrible. Parecía de madera.
Le quedaba un solo ojo, hinchado y blanco, el otro no estaba, la cuenca estaba hundida y llena de moscas que se apiñaban.
Pero lo peor era el olor; un olor dulce y fétido, repugnante. Eso y el zumbido de las moscas. Nunca olvidé esa combinación de olor y zumbido, y en el futuro siempre lo asocié a podredumbre.
El viejo pasó a nuestro lado y siguió por la vereda llegó hasta el almacén  y se dio vuelta. Ahí salió el almacenero, que sin acercarse mucho se puso a hablarle en voz baja.
No escuchamos lo que le decía  pero vimos que Palmiro sacudía la cabeza como si no quisiera oír lo que le hablaban, enseguida  se apartó y  volvió para su casa caminando apurado y con cara de loco.
El almacenero se quedó parado un rato mirándolo y moviendo la cabeza como triste. Enseguida se le unieron varios vecinos que habían estado mirando la escena e iniciaron una discusión que duró por un rato después  que Palmiro hubiera entrado en su casa.
Algunos estaban enojados, otros tenían cara de asqueados, pero todos coincidían en que el hombre estaba loco. Y que esa situación era peligrosa para el viejo, que andar con ese bicho podrido en los brazos iba a terminar enfermándolo. Y que también era malo para el barrio dejar que pasearan un bicho muerto lleno de moscas y con ese olor  por todos lados.
No sé si llegaron a decidir algo, pero al rato se dispersaron, y durante todo el día hubo cotorreos a lo largo de la calle.
Por la tardecita, para sorpresa de los vecinos, Don Palmiro volvió a salir con su perro muerto como si no pasara nada.
La gente parecía que lo hubieran estado esperando, y lo miraban pasar sin animarse a decirle nada, ni siquiera los que de mañana parecían enojados.
El viejo caminaba despacito y sin mirar a nadie, cuando llegó a la esquina volvió a interceptarlo el almacenero, esta vez hablando en voz alta. Le dijo que ya era tiempo de darse cuenta que el perro estaba muerto y que se estaba pudriendo. Que no podía seguir así, que se iba a enfermar. Don Palmiro negaba como loco con la cabeza y decía que no y que no.  - ¡Está enfermo! – casi gritó y se quiso dar vuelta, pero el otro no lo dejó; lo agarró del brazo con fuerza y quiso detenerlo; aunque visiblemente asqueado y tratando de no tocar al perro.
Forcejearon, provocando que el cadáver se escapara de los brazos del viejo, y cayera  a la vereda con un ruido a hueco horrible y quedara ahí con las patas para arriba en una nube de moscas espantadas.
Al principio el viejo quedó quieto, como incrédulo, mirando a su perro muerto. Después dio un grito y salió corriendo para su casa, dejando al animal tirado ahí.
Unos miraban al perro y otros miraban para la casa del viejo, pero nadie se movía. Sólo cuando el almacenero- visiblemente afectado- les gritó que se fueran todos, que no había nada mas para ver, se fueron retirando.
La calle quedó desierta, por lo visto nadie tenía ganas de hablar del asunto. Así que en la vereda quedó sólo el perro; hinchado; caído de costado y cubierto de moscas.
Nosotros entramos para contar lo que había pasado, y mi padre salió para ver. El almacén había cerrado y el perro seguía ahí. En lo del viejo no se veía ni una luz.
En la cena nadie habló nada del asunto. Por supuesto.
Al otro día el perro no estaba y no se sabía de ningún vecino que lo hubiera recogido, así que se pensaba que, de noche, el viejo se lo había llevado.
La gente decía que si el viejo aparecía de nuevo con el bicho, lo iban a denunciar, para que lo internaran en algún manicomio.
Pero Don Palmiro no apareció ese día, ni solo ni acompañado. Y tampoco los días siguientes. Nadie se animó a ir hasta la casa a ver si estaba bien. Supongo que se acordaban del grito que pegó el viejo; igual que nosotros.
Nuestra imaginación trabajaba sin descanso. ¿Qué estaría haciendo con el perro, solo, encerrado en esa casa oscura? ¿Ya lo habría enterrado?
A los tres días quedó claro que no lo había enterrado, el olor a perro muerto se sentía por todos lados, y en varias cuadras a la redonda.
La gente no aguantó mas; llamaron a la policía y fueron a llevarse al viejo al manicomio.
Pero nadie contestó al golpear la puerta los oficiales. Asqueados por el hedor decidieron romper la puerta.
No dio casi resistencia, con un ruido seco se abrió y los policías entraron. También entraron algunos vecinos, entre ellos el almacenero, el fue que les contó a mis padres, frente a nosotros, lo que encontraron en la casa.
Al principio no vieron nada, adentro estaba todo totalmente oscuro. Prendieron las luces y luchando contra las náuseas buscaron al viejo. Lo encontraron en el cuarto, acostado y muerto. Comenzaba a hincharse y ya olía mal. Al costado de la cama sobre la alfombra y en un estado espantoso estaba el perro.
Finalmente el viejo había asumido la muerte de su amigo y; como decía la gente; había muerto con el.

 Robert P.


Un cuento que escribi hace años, y que imagine hace mas años aún...



Dibujo hecho por Robert P.




1 comentario:

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Me interesa poco lo que opine, pero así veo que tan mal esta usted!