Don Palmiro
Hay
cosas que no importa lo que nos pase
ni las vivencias que tengamos, siempre van a estar en nuestra memoria.
Aunque queramos borrarlas, siempre nos van a seguir.
Hubo un personaje
de mi infancia que podría decirse que es uno de estos recuerdos imborrables.
Don Palmiro vivía a una cuadra de nuestra casa, y todos los dias lo veíamos pasar
acompañado de su perro Rabo.
Lo recuerdo como un
viejo taciturno de cabeza muy blanca y muy amigo de todos los vecinos, siempre
tenía una palabra amable para todos, pero no muchas. Algunas veces se paraba a
hablar con alguien y a veces sólo saludaba amablemente y seguía su camino.
Nosotros llegamos
al barrio muchos años después que Don Palmiro, pero él nos trató desde el
primer día como si nos conociera desde siempre, nos saludaba a mi hermano y a
mí, y a veces nos daba caramelos si venía del almacén.
El viejo nos caía
bien, pero Rabo no; éste era un animal huraño y no le gustaba que lo
acariciaran ni le hicieran fiestas. No se enojaba, pero uno veía que no estaba
cómodo, se quedaba quietito y miraba para el costado como esperando que la cosa
terminara lo mas pronto posible.
Era un perro “marca
perro” como se dice de esos animales que no tienen una raza definida, aunque la
gente que”sabía “ decía que tenía algo de barbilla, que era una manera de decir
que algún antepasado tuvo algunos pelos más largos en la cara.
No era grande y
tenía el pelo de un color negro intenso. Tampoco era chico, así que podría
decirse que era mediano.
A nuestro padre le
gustaba también Don Palmiro; el perro le era indiferente, como casi todos los
animales. Cuando por una mejora económica nos cambiamos de un apartamento a una
casa en el barrio de don Palmiro, mi hermano y yo creímos que por fin nos
dejarían tener un perro, un deseo que nos fue siempre negado por la falta de
espacio en el apartamento. Pero no fue asi; a mi padre no le gustaban mucho los
animales o mejor dicho se oponía a que tuviéramos uno. No lo entendimos nunca,
no era que no le gustaran, sólo no les tenía simpatía y no quería siquiera pensarlo.
El Viejo adoraba a
su perro; no recuerdo casi ninguna vez que lo hubiera visto sin él. De mañana
bien temprano lo sacaba a hacer sus necesidades; mas tarde salía a caminar o a
hacer los mandados y por la tarde casi la misma rutina, siempre con el perro.
Rabo llevaba un
viejo collar e iba unido a su dueño por una correa de cuero, vieja también.
Parecía que esto no le molestaba, él iba muy campante al lado de su dueño o un
poquito mas adelante.
Por supuesto que
Don Palmiro vivía solo, solamente los solitarios son tan unidos con sus
animales. Supimos por los vecinos que su esposa y su hijo habían muerto
atropellados por un carro de leche muchos años antes, y que vivió casi
encerrado por mucho tiempo después de esto; hasta que adoptó al perro un día
que apareció en su puerta.
Vivía en una vieja casita, con un jardín
chiquito en el frente y con un supuesto fondo, que nosotros nunca vimos y que
yo hubiera sabido a mis nueve años, nadie conocía. Suponíamos que esos eran los
dominios de Rabo, aunque una vez oí a mi madre que decía que el viejo debía
dormir con el perro, y eso hacía que nosotros lo imagináramos casi como un
familiar en esa casa misteriosa, que
casi nunca tenía las ventanas abiertas, y que lo que alguna vez entrevimos por
la puerta nos reveló oscuridad y pobreza.
Nadie pensaba mucho
en esa pareja, pero nosotros, con esa curiosidad y esa imaginación de niños,
veíamos en todo casi un misterio.
Nos preocupaba el
hecho que Rabo cada día caminara un poco mas despacio; cuando lo conocimos casi
siempre iba adelante del viejo moviendo apenas la cola, y su pelaje negro y
corto brillaba. Ya no era joven pero tampoco era viejo.
El paso de los
años, sin embargo, de a poco iba haciendo mella en él; despacio al principio y
luego cada vez era más visible.
Por eso lo veíamos
que cada vez se rezagaba más, y a veces parecía que el viejo iba tirando de él.
Claro que Don
Palmiro también se hacía viejo, pero más lentamente. Eso no nos llamaba la
atención, casi ni lo notábamos. Los grandes sí. Como ellos ven acercarse la
vejez día a día, esos cambios no dejaban de notarlos.
Oíamos los
comentarios de mis padres y de los vecinos que decían –¡ Qué envejecido que
está Palmiro, ya no puede caminar derecho ¡
-
Y para peor tiene que andar
tirando del perro que casi ni puede caminar.
Con estos
comentarios nos dabamos cuenta del envejecimiento de Don Palmiro, pero del
envejecimiento del perro nos dábamos cuenta solos.
Su pelaje escaseaba
mucho y era de color gris sucio; casi ni podía caminar, parecía que se le había
ensanchado el pecho y se bamboleaba para los costados, parecía que no podía
mover las patas.
Un día vimos
asombrados que el viejo salía a hacer mandados con Rabo en brazos. El perro no
podía ya caminar y aparentemente se resistía a que quedarse en casa.
Así que a partir de
ese día vimos al perro siempre aúpa del viejo. Pero igual estaba cada día peor:
los ojos parecía que se le salían de las órbitas, estaban cada vez más opacos y
fijos.
Ahora los grandes
se preocupaban; pero no por el perro:
-
¡Pobre Viejo!- Decían.
-
El día que se muera ese perro se
muere él.
-
Sí; y ya le queda poco al pobre
Rabo.
A nosotros nos
preocupaba el perro, había mucho de siniestro en esa mirada fija; casi como
muerta; y en esa inmovilidad.
Nos daba un poco de
repugnancia y miedo, pero lo mirábamos pasar con fascinación por la vereda
rumbo al almacén.
Una mañana que nos
encontrábamos jugando con mi hermano a los soldaditos en la vereda vimos algo
insólito: Don Palmiro venía por la vereda, como todos los días, pero sin el
perro. Casi no era él, parecía mucho más viejo sin su complemento de todos esos
años, de verdad que al principio no nos dimos cuenta que era él.
Dudamos, pero
cuando pasó a nuestro lado (sin saludarnos) estuvimos seguros. Por supuesto, no
dijimos nada y él paso a nuestro lado como si no nos viera.
Lo vimos alejarse
despacio y entrar en el almacén.
Al ratito salió con
un pan abajo del brazo. Una vecina que, igual que nosotros, lo había visto
pasar, le salió al paso, y sin miramientos ni saludos le largó: - ¿ y el perro,
don?
El viejo la miró y
con voz firme le dijo: - Hoy se quedó descansando.- Y siguió su camino
caminando despacito.
Para nosotros fue
todo un acontecimiento, y entramos corriendo a casa para dar la noticia del
día.
A mi madre la
sorprendió pero no le dio mucha importancia. – Y si, si el pobre bicho no daba
mas, que necesidad de hacerlo salir. Aparte que el viejo ya ni podía con él.
Mi padre no hizo
casi ningún comentario, sólo: - Estaba visto; a ese perro le quedaba poco y
lástima por Palmiro que lo quiere tanto...
Por la tarde
Palmiro no salió, ni al otro día tampoco. Pero a los dos días, estando nosotros
jugando en la vereda lo vimos salir de su casa con el perro en brazos
nuevamente. Caminando despacio rumbo al almacén. Mi hermano corrió adentro para
contarle a mi madre, yo me quedé mirando fascinado aquella figura que caminaba
como fantasma. Llegó hasta el almacén como siempre, pero para mi sorpresa, no
entró. Se quedó unos segundos en la puerta y luego se volvió para su casa.
Con la boca abierta
por tantas cosa raras lo vi pasar de nuevo. A mis espaldas sentí la voz de mi
madre:
-
¡Ese perro está muerto! ¿No se
habrá dado cuenta?
Y entró para casa.
Nosotros nos
quedamos comentando con mi hermano. No podíamos creer que el perro estuviera muerto
y menos que el viejo lo llevara en brazos como si no pasara nada. Pero tampoco
pensábamos que mamá se hubiera equivocado, ella no se equivocaba. Pero... ¿
Quién querría andar con un cadáver abrazado?
Por la tarde,
cuando vino nuestro padre, hubo una pelea para ver quién le contaba primero la
noticia que el perro de Don Palmiro estaba muerto y el hombre no se había dado
cuenta.
-
No se querrá dar cuenta.- Dijo
papá - Me parece que el viejo está un poco trastornado. Igual no puede andar
con un perro muerto por ahí.
Al otro día
temprano ya estábamos haciendo guardia en la vereda a ver que pasaba. Nos daba
un poco de asco pero nos moríamos igual por ver el cadáver del animal siendo
llevado en brazos. Recién por el mediodía tuvimos noticias del viejo; lo vimos
salir al jardincito y quedarse ahí parado, esperando...
Al ratito vimos que
nos vio, y lo peor, que nos hacía señas para que fuéramos.
Nos miramos con
miedo y dudamos. – yo no lo entierro- Dijo mi hermano abriendo los ojos como
platos.
-
Yo tampoco- contesté – Sabiendo
que era difícil que fuera eso lo que quería – Vamos, antes que venga él.- Le
dije.
Y nos acercamos
indecisos. Cuando llegamos nos dijo: - ¿No me harían un favorcito? – Y nos
alargó la mano para agarrarnos. Miré a mi hermano, que parecía que le iban a
explotar los ojos del susto, y pregunté: - ¿Qué?-
-
¿Podrían irme al almacén y traerme
pan y leche?-
Le miramos de nuevo
la mano que pensamos que quería agarrarnos y vimos que apretaba unos billetes.
Respiré con alivio y sentí como mi hermano soltaba también el aire.
-
Rabo está un poco enfermo y tengo
que cuidarlo - Agregó mirando por arriba de nosotros, al vacío. Lo miré esperando ver si estaba haciéndonos una
broma, pero solo vi una mirada vacía de loco que me asustó mas que el hecho de
pensar que teníamos que enterrar al perro.
Corrimos a hacer el
mandado y le llevamos sus cosas; el viejo nos esperaba todavía en el portón del
jardín. Por suerte, sinó no nos hubiéramos animado a entrar para golpear la
puerta.
Nos dio las gracias
y dijo que olvidó decirnos que compráramos unos caramelos, se dio vuelta y
entró.
En el almacén no
hicimos ningún comentario, pero contamos en casa. A mamá no le gustó, tampoco a
papá.
-
No se arrimen mas al viejo.
Siempre fue muy bueno, pero está mal de la cabeza, mejor no acercarse.
¿Oyeron?-
No necesitaban
repetirnos, no queríamos saber nada con acercarnos. El resto del día lo pasamos
haciendo conjeturas. Si el viejo no había sacado el perro quizás se había dado
cuenta; pero no; nos dijo que estaba enfermo, asi que era un hecho que estaba
loco.
Esa noche soñé que
hacía un agujero en el patio de casa y enterraba a Rabo. Le echaba tierra
encima y él me miraba con esos ojos opacos y saltones.
Cuando me desperté
en la mañana, mi hermano ya estaba levantado; haciendo guardia en la vereda.
Al salir lo vi que
miraba fijo para la casa de Palmiro. El viejo estaba saliendo. Y llevaba al
perro en los brazos.
Nos quedamos mudos,
mirando como pasaba la macabra pareja.
Rabo se parecía poco a un perro, estaba hinchado, parecía que iba a explotar,
las patas estiradas y rígidas. El pelo ya se le había empezado a caer y donde
no tenía, la piel se veía estirada y brillante, de un color marrón horrible.
Parecía de madera.
Le quedaba un solo
ojo, hinchado y blanco, el otro no estaba, la cuenca estaba hundida y llena de
moscas que se apiñaban.
Pero lo peor era el
olor; un olor dulce y fétido, repugnante. Eso y el zumbido de las moscas. Nunca
olvidé esa combinación de olor y zumbido, y en el futuro siempre lo asocié a
podredumbre.
El viejo pasó a nuestro
lado y siguió por la vereda llegó hasta el almacén y se dio vuelta. Ahí salió el almacenero, que
sin acercarse mucho se puso a hablarle en voz baja.
No escuchamos lo
que le decía pero vimos que Palmiro
sacudía la cabeza como si no quisiera oír lo que le hablaban, enseguida se apartó y
volvió para su casa caminando apurado y con cara de loco.
El almacenero se
quedó parado un rato mirándolo y moviendo la cabeza como triste. Enseguida se
le unieron varios vecinos que habían estado mirando la escena e iniciaron una
discusión que duró por un rato después
que Palmiro hubiera entrado en su casa.
Algunos estaban
enojados, otros tenían cara de asqueados, pero todos coincidían en que el
hombre estaba loco. Y que esa situación era peligrosa para el viejo, que andar
con ese bicho podrido en los brazos iba a terminar enfermándolo. Y que también
era malo para el barrio dejar que pasearan un bicho muerto lleno de moscas y
con ese olor por todos lados.
No sé si llegaron a
decidir algo, pero al rato se dispersaron, y durante todo el día hubo cotorreos
a lo largo de la calle.
Por la tardecita,
para sorpresa de los vecinos, Don Palmiro volvió a salir con su perro muerto
como si no pasara nada.
La gente parecía
que lo hubieran estado esperando, y lo miraban pasar sin animarse a decirle
nada, ni siquiera los que de mañana parecían enojados.
El viejo caminaba
despacito y sin mirar a nadie, cuando llegó a la esquina volvió a interceptarlo
el almacenero, esta vez hablando en voz alta. Le dijo que ya era tiempo de
darse cuenta que el perro estaba muerto y que se estaba pudriendo. Que no podía
seguir así, que se iba a enfermar. Don Palmiro negaba como loco con la cabeza y
decía que no y que no. - ¡Está enfermo!
– casi gritó y se quiso dar vuelta, pero el otro no lo dejó; lo agarró del
brazo con fuerza y quiso detenerlo; aunque visiblemente asqueado y tratando de
no tocar al perro.
Forcejearon,
provocando que el cadáver se escapara de los brazos del viejo, y cayera a la vereda con un ruido a hueco horrible y
quedara ahí con las patas para arriba en una nube de moscas espantadas.
Al principio el
viejo quedó quieto, como incrédulo, mirando a su perro muerto. Después dio un
grito y salió corriendo para su casa, dejando al animal tirado ahí.
Unos miraban al
perro y otros miraban para la casa del viejo, pero nadie se movía. Sólo cuando
el almacenero- visiblemente afectado- les gritó que se fueran todos, que no
había nada mas para ver, se fueron retirando.
La calle quedó
desierta, por lo visto nadie tenía ganas de hablar del asunto. Así que en la
vereda quedó sólo el perro; hinchado; caído de costado y cubierto de moscas.
Nosotros entramos
para contar lo que había pasado, y mi padre salió para ver. El almacén había
cerrado y el perro seguía ahí. En lo del viejo no se veía ni una luz.
En la cena nadie
habló nada del asunto. Por supuesto.
Al otro día el
perro no estaba y no se sabía de ningún vecino que lo hubiera recogido, así que
se pensaba que, de noche, el viejo se lo había llevado.
La gente decía que
si el viejo aparecía de nuevo con el bicho, lo iban a denunciar, para que lo
internaran en algún manicomio.
Pero Don Palmiro no
apareció ese día, ni solo ni acompañado. Y tampoco los días siguientes. Nadie
se animó a ir hasta la casa a ver si estaba bien. Supongo que se acordaban del
grito que pegó el viejo; igual que nosotros.
Nuestra imaginación
trabajaba sin descanso. ¿Qué estaría haciendo con el perro, solo, encerrado en
esa casa oscura? ¿Ya lo habría enterrado?
A los tres días
quedó claro que no lo había enterrado, el olor a perro muerto se sentía por
todos lados, y en varias cuadras a la redonda.
La gente no aguantó
mas; llamaron a la policía y fueron a llevarse al viejo al manicomio.
Pero nadie contestó
al golpear la puerta los oficiales. Asqueados por el hedor decidieron romper la
puerta.
No dio casi
resistencia, con un ruido seco se abrió y los policías entraron. También
entraron algunos vecinos, entre ellos el almacenero, el fue que les contó a mis
padres, frente a nosotros, lo que encontraron en la casa.
Al principio no
vieron nada, adentro estaba todo totalmente oscuro. Prendieron las luces y
luchando contra las náuseas buscaron al viejo. Lo encontraron en el cuarto,
acostado y muerto. Comenzaba a hincharse y ya olía mal. Al costado de la cama
sobre la alfombra y en un estado espantoso estaba el perro.
Finalmente el viejo
había asumido la muerte de su amigo y; como decía la gente; había muerto con
el.
Robert P.
Un cuento que escribi hace años, y que imagine hace mas años aún...
Dibujo hecho por Robert P.